Caucasum era un joven valiente, experto espadachín, que soñaba con convertirse en el mejor guerrero del mundo. En todo el ejército no había quien le venciera en combate, y soñaba con convertirse en el gran general, sucediendo al anciano cobardón que ocupaba el puesto. El rey le apreciaba mucho, pero el día que le contó su sueño de llegar a ser general, le miró con cierto asombro y le dijo:
- Tu deseo es sincero, pero no podrá ser. Aún tienes mucho que aprender.
Aquello fue lo peor que le podía pasar a Caucasum, que se enfureció tanto que abandonó el palacio, decidido a aprender todas las técnicas de lucha existentes. Pasó por todo tipo de gimnasios y escuelas, mejorando su técnica y su fuerza, pero sin aprender nuevos secretos, hasta que un día fue a parar a una escuela muy especial, una gris fortaleza en lo alto una gran montaña. Según le habían contado, era la mejor escuela de guerreros del mundo, y sólo admitían unos pocos alumnos. Por el camino se enteró de que el viejo general había estudiado allí y marchó decidido a ser aceptado y aprender los grandes secretos de la guerra.
Antes de entrar en la fortaleza le obligaron a abandonar todas sus armas. "No las necesitarás más. Aquí recibirás otras mejores". Caucasum, ilusionado, se desprendió de sus armas, que fueron arrojadas inmediatamente a un foso por un hombrecillo gris. Uno de los instructores, un anciano serio y poco hablador, acompañó al guerrero a su habitación, y se despidió diciendo "en 100 días comenzará el entrenamiento".
¡100 días! Al principio pensó que era una broma, pero pudo comprobar que no era así. Los primeros días estaba histérico y nervioso, e hizo toda clase de tonterías para conseguir adelantar el entrenamiento. Pero no lo consiguió, y terminó esperando pacientemente, disfrutando de cada uno de los días.
¡100 días! Al principio pensó que era una broma, pero pudo comprobar que no era así. Los primeros días estaba histérico y nervioso, e hizo toda clase de tonterías para conseguir adelantar el entrenamiento. Pero no lo consiguió, y terminó esperando pacientemente, disfrutando de cada uno de los días.
El día 101 tuvieron la primera sesión. "Ya has aprendido a manejar tu primera arma: la Paciencia ", comenzó el viejo maestro. Caucasum no se lo podía creer, y soltó una breve risa. Pero el anciano le hizo recordar todas las estupideces que había llegado a hacer mientras estaba poseido por la impaciencia, y tuvo que darle la razón. "Ahora toca aprender a triunfar cada batalla". Aquello le sonó muy bien a Caucasum, hasta que se encontró atado a una silla de pies y manos, subido en un pequeño pedestal, con decenas de aldeanos trepando para tratar de darle una paliza. Tenía poco tiempo para actuar, pero las cuerdas estaban bien atadas y no pudo zafarse. Cuando le alcanzaron, le apalearon.
El mismo ejercicio se repitió durante días, y Caucasum se convenció de que debía intentar cosas nuevas. Siguió fallando muchas veces, hasta que cayó en la cuenta de que la única forma de frenar el ataque era acabar con la ira de los aldeanos. Los días siguientes no dejó de hablarles, hasta que consiguió convencerles de que no era ninguna amenaza, sino un amigo. Finalmente, fue tan persuasivo, que ellos mismos le libraron de sus ataduras, y trabaron tal amistad que se ofrecieron para vengar sus palizas contra el maestro. Era el día 202.
-"Ya controlas el arma más poderosa, la Palabra , pues lo que no pudieron conseguir ni tu fuerza ni tu espada, lo consiguió tu lengua".
Caucasum estuvo de acuerdo, y se preparó para seguir su entrenamiento.
"Esta es la parte más importante de todas. Aquí te enfrentarás a los demás alumnos". El maestro le acompaño a una sala donde esperaban otros 7 guerreros. Todos parecían fuertes, valientes y fieros, como el propio Caucasum, pero en todos ellos se distinguía también la sabiduría de las dos primeras lecciones.
"Esta es la parte más importante de todas. Aquí te enfrentarás a los demás alumnos". El maestro le acompaño a una sala donde esperaban otros 7 guerreros. Todos parecían fuertes, valientes y fieros, como el propio Caucasum, pero en todos ellos se distinguía también la sabiduría de las dos primeras lecciones.
"Aquí lucharéis todos contra todos, triunfará quien pueda terminar en pie". Y así, cada mañana se enfrentaban los 7 guerreros. Todos desarmados, todos sabios, llamaban al grupo de fieles aldeanos que conquistaron en sus segundas pruebas, y trataban de influir sobre el resto, principalmente con la palabra y haciendo un gran uso de la paciencia. Todos urdían engaños para atacar a los demás cuando menos lo esperasen, y sin llegar ellos mismos a lanzar un golpe, dirigían una feroz batalla...
Pero los días pasaban, y Caucasum se daba cuenta de que sus fuerzas se debilitaban, y sus aldeanos también. Entonces cambió de estrategia. Con su habilidad de palabra, renunció a la lucha, y se propuso utilizar sus aldeanos y sus fuerzas en ayudar a los demás a reponerse. Los demás agradecieron perder un enemigo que además se brindaba a ayudarles, y recrudecieron sus combates. Mientras, cada vez más aldeanos se unían al grupo de Caucasum, hasta que finalmente, uno de los 7, llamado Tronor, consiguió triunfar sobre el resto. Tan sólo habían resistido unos pocos aldeanos junto a él. Cuando terminó y se disponía a salir triunfante, el maestro se lo impidió diciendo: "no, sólo uno puede quedar en pie"
Tronor se dirigió con gesto amenazante hacia Caucasum, pero éste, adelantándose, dijo:
- ¿De veras quieres luchar?. ¿No ves que somos 50 veces más numerosos? Estos hombres lo entregarán todo por mi, les he permitido vivir libres y en paz, no tienes ninguna opción.
Cuando dijo esto, los pocos que quedaban junto a Tronor se pusieron del lado de Caucasum. ¡Había vencido!
El maestro entró entonces con una sonrisa de oreja a oreja: "de todas las grandes armas, la Paz es la que más me gusta. Todos se ponen de su lado tarde o temprano". El joven guerrero sonrió. Verdaderamente, en aquella escuela había conocido armas mucho más poderosas que todas las anteriores.
Días después se despidió dando las gracias a su maestro, y volvió a palacio, dispuesto a disculparse ante el rey por su osadía. Cuando este le vio acercarse tranquilamente, sin escudos ni armas, sonriendo sabia y confiadamente, le saludó:
- ¿que hay de nuevo, General?
Brodek, el dragón del día y la noche
Llegó el día. El joven dragón Brodek tendría que elegir su bando, y convertirse en un dragón de la noche o en un dragón de la luz. Ambos grupos, enemigos naturales, se odiaban a muerte, y cada dragón, al llegar su tiempo, tenía que escoger uno de los bandos y formar parte de su ejército.
Casi todos se decidían siendo aún pequeños, y se entrenaban durante años, antes del cambio definitivo. Pero Brodek no lo tenía claro. Y ya no le quedaba tiempo. Al amanecer, sus alas se cubrirían con el azul de la noche o el dorado del sol, y permanecerían así para siempre, y todo su ser odiaría al sol o a la luna sin poderlo remediar. Era el precio del mágico y funesto don de escupir fuego.
Por eso Brodek había ido a pensar al bosque, donde esperaba encontrar una respuesta. Pero allí, sentado, en el silencio de la noche, no había respuestas. Sólo una luna llena blanca y preciosa, con pálidos brillos de plata. Y el viento en las hojas de los árboles, más suave y frío que de constumbre, como despidiéndose del joven dragón. Y la noche, una noche profunda llena de estrellas lejanas... Por nada del mundo quería Brodek convertirse en un dragón de la luz para odiar toda esa maravilla, y sintió cómo sus alas comenzaban a teñirse lentamente con el color de la noche.
Pero la noche fue perdiendo fuerza para dar paso a las primeras luces del alba. Era ese uno de los momentos favoritos del dragón, y disfrutó de los tonos rosados del cielo, del suave calor del primer rayo de sol en la cara, de los brillos de cristal y fuego en las aguas y de la alegría que despertaban en el bosque los primeros cantos de los pajarillos... No, tampoco quería ser un dragón de la noche para odiar tantísima belleza.
Y antes de que las lágrimas inundaran sus ojos, antes incluso de saber cuál era el color definitivo de sus alas, Brodek voló hasta la laguna, se sumergió cuanto pudo en ella para calmar su sed de paz, y voló hacia el cielo, tan alto como pudo, como tratando de escapar de la injusta tierra y de su cruel destino. Y cuando estuvo tan lejos que el frío le impedía mover las alas, abrió la boca para soltar su gran llamarada, como queriendo gastarla completamente, o no haberla tenido nunca.
Pero en lugar de fuego, de su boca surgió una finísima capa de escarcha que cubrió los campos, como si su deseo de paz y el agua de la laguna hubieran obrado un milagro. Y sólo entonces descubrió que no sería un dragón de la noche, ni un dragón de la luz, pues una de sus alas pertenecía a la luna, y la otra al sol.
Y cada cierto tiempo, Brodek vuelve a decorar los campos con su mágico aliento escarchado, como queriendo recordar al mundo que no es necesario elegir entre el día y la noche cuando no se sabe odiar.